Silva Mashtots Y Serj Matossian

Fue en Armenia, fue en la guerra. El pueblo estaba vació de hombres y lleno de mujeres, viejos y niños esperando a unas bestias Otomanas que jamás llegarían.

Fue entonces un día, una mañana de sagrada misa en que Serj Matossian miro a los ojos a Silva Mashtots al tiempo que ella lo miraba a los ojos también. Fue mutuo.

No era la primera vez que se miraban así, ya antes se habían visto otras doscientas setenta y nueve veces a los ojos, pero esta vez fue diferente, esta vez Silva Mashtots se dio cuenta de que amaba a Serj Matossian, también Serj Matossian sintió lo mismo hacia Silva Mashtots y no solo eso sino que también pudo sentir que ella lo amaba al igual que ella pudo sentir que el la amaba y al mismo tiempo ella sabia que el lo sabia y el sabia que ella sabia que el lo sabia y así hasta el infinito.

Pero en ese pueblo, aunque estaba olvidado por Dios, los pobladores siempre pensaban en Dios, lo adoraban y le temían, Silva Mashtots y Serj Matossian lo sabían pero, a su punto de vista muy afortunado, ellos no creían en Dios, no lo adoraban y mucho menos le temían. Ese pueblo creía tanto en Dios que hacia mucho que se había dejado de creer en el amor, al punto de que el amor fuera del matrimonio estaba mortalmente prohibido y dentro del matrimonio no era obligatorio.

Al terminar la misa esa mañana salieron directamente a buscarse; se encontraron, caminaron y se perdieron en la privacidad de un bosque que parecía no tener fin. No se dijeron nada durante el camino, no tenían por que hacerlo, todo lo que pudieran confesarse o revelar ya lo sabían. Fue mutuo.

Se sentaron en un árbol que no sabían que existía pero algo les decía que ahí estaba, se besaron, y lo hicieron tanto que se convencieron de que jamás dejarían de hacerlo, obviamente no contaban con lo que habría de pasar el miércoles diecinueve a las siete y media de la mañana. Ese día por el momento era domingo.

Entonces siguieron viéndose, casi no se hablaban por que todo lo que pudieran decirse era algo que el uno a otro ya lo sabia, sus citas eran rápidas pero efectivas, combinaban el amor con la adrenalina de que nadie los fuese a ver, descubrieron que había mas después de un beso e hicieron todo lo que se les ocurrió, todo lo que el instinto pudiera recordar.

“Deberíamos hacerlo sin quitarnos la ropa, nos tardamos mas en eso que en nada, un día de estos nos van a ver” decía de vez en cuando Silva Mashtots, “No, así no tendría caso” le respondía Serj Matossian.

Siguieron así, paso el domingo, el lunes, y ya para el martes lo secreto era tan obvio como el hecho de que el sol saldría cada día, fue ahí cuando empezaron a hablar mas seguido, solo que esta vez ya ninguno sabia lo que el otro pensara, esta vez simplemente no sabían que hacer, esta vez sentían miedo. Fue mutuo.

– Hay que irnos
– ¿A dónde?, todo el mundo esta en guerra
– La guerra es lo de menos
– Si la guerra fuera lo de menos el pueblo tendría que ser lo de mucho menos
– Aun así es menos posible que nos maten en otro lado que aquí, allá al menos no saben que existimos
– Vayámonos entonces
Salieron esa misma noche, mientras la madre y los abuelos de Serj Matossian no le pusieron el menor interés la madre de Silva Mashtots trato de impedirlo.
– ¿Qué quieres?, ¿que me maten?
– Prefiero eso a que vivas como pecadora.
– Ya peque varias veces
– Tiene remedio
– ¿Morir?
– Confesarte antes de eso
– Estas demente

Salieron juntos de un pueblo que ya estaba confirmando lo que ya todos sabían, corrieron, el frió de la noche los obligo a refugiarse en una cueva que Serj Matossian creía ser el único en conocer. Ahí siguieron haciendo lo de siempre, solo que esta vez con ropa. Hacia frió en la cueva.

Ni el escándalo de los lobos gritándole a la luna ni el ruido de la guerra los despertó, fue hasta el otro día a las siete y media de la mañana que la voz del sacerdote los despertó, este llevaba una cruz alzada en su mano y una Biblia abierta en la otra, la leía en un latín que nadie, salvo el, conocía, después pareció terminar de leer y finalmente miro a los hombres que lo acompañaban detrás.

– Ya pueden dispararles.

Lo ultimo que pudieron ver fue el suelo, pero en un intento desenfrenado lograron lo que ambos querían y los que ambos sabían que ambos querían, mirarse mutuamente a lo ojos, ambos sonrieron amargamente, no se dijeron nada, ya no tenían por que decirse nada, murieron. Fue mutuo.

El Hipopótamo



Ahí estaba Eugenio Domínguez, ahí estaba también casi todo el pueblo; ahí estaba también el cuerpo inmóvil de Lucrecia Domínguez, se había ahogado.

– Voy a salir a caminar.
Fue ahí cuando Doña Marina Redondo, madre de Eugenio, salio corriendo a buscar a la madre de Lucrecia Domínguez.
– ¡Maria!, ¿Qué te dije?, le iba a dar por salir a caminar.
– ¿Ya se fue?
– Me dijo que iba a salir a caminar un rato, te lo dije, a ellos siempre les da por salir a caminar después de cosas como estas.
– Tal vez solo va a la cabaña.
– No lo creo, tenia esa cara.
– Entiendo, iré a ver si lo alcanzo.

Cuando llego ahí estaba sentado, mirando al sol.

– Si los sigues viendo te vas a quedar ciego.
– Estoy pensando por donde ir.
– Tu mama me dijo que te había dado por caminar. No lo hagas, siempre que ustedes salen a caminar nunca vuelven.
– No puedo, si me quedo aquí me muero en vida.
– ¿Y adonde iras?
– A donde sea, caminare derecho hasta que regrese aquí de nuevo.

Maria se sentó junto a el, miro al sol pero solo por poco tiempo, a fin de cuentas a ella le interesaba mas no quedarse ciega que a Eugenio.

– Iré hacia donde se pone el sol, así los días me duraran mas.
– ¿Cómo lo sabes?
– El profesor me dijo que el mundo es redondo y que el sol da vueltas alrededor del mundo.
– No entiendo.
– Iré a la velocidad del sol, así el viaje duraría un día.
– Ni siquiera sabemos si el mundo es redondo, si así fuera los Domínguez hubiesen vuelto vivos.
– No lo creo, la forma del mundo no tiene nada que ver con que te maten en el camino ni que te trague una bestia.
– ¿Y el mar, acaso eres Jesucristo?
– No se necesita ser Jesucristo para construir un bote de vela.

Maria volvió a mirar hacia el sol, estaba mas molesta que preocupada.

– No vayas.
– No depende de mí, es natural.

La ira silenciosa de Maria la obligo a dejar de seguir insistiendo, volvió a mirar un par de segundos al sol y se fue de ahí, cuando estaba a unos diez metros de ahí volteo y con un grito decepcionante dijo.

– ¡Rezare por que el mundo tenga fin!

Estaba molesta.

Eugenio Domínguez siguió mirando al sol un par de horas mas y después se levanto, como era medio día y el nunca acostumbraba a mirar al sol estaba esperando a que este se inclinara un poco para saber hacia donde se ocultaba. Al fijarse la dirección comenzó a caminar.

Tan cerca y tan lejos de ahí, el espíritu sin gracia de Don Abelardo Domínguez, tatarabuelo de Eugenio Domínguez, despertó obligado a observar a Eugenio Domínguez en su travesía por el mundo, para Don Abelardo Domínguez no era cosa nueva pues sabia de antemano que a todos los Domínguez les daba por darle la vuelta al mundo en situaciones como estas, y dado que el fue el primero en idear la caminata global como remedio del dolor se convirtió también en el responsable de salva guardar la vida de cada Domínguez que tratara de repetir instintivamente la hazaña, desde luego Don Abelardo Domínguez siempre había fallado en su enmienda pues, salvo el, ningún Domínguez había logrado regresar al pueblo, ni vivo ni muerto. Don Abelardo Domínguez había logrado llegar muerto.

Pero realmente Don Abelardo Domínguez no podía hacer gran cosa, solo observarlo, no podía hacer mas, pero estaba obligado a hacerlo y recibirlo en el vació del vació de los muertos en caso de que muriese pues el vació era tan inmenso que cualquiera podía perderse aunque no existiese nada en donde poder perderse, pero así era.

Eugenio Domínguez había empezado hace días el viaje, la noche lo había alcanzado ya tres veces por lo que supuso que el sol detestaba que se le hiciese competencia, pero no le importo, a fin de cuentas el sol ya le había dado vueltas al mundo muchas veces, tenía la ventaja de la experiencia, pensó.

– Se esta volviendo loco - pensó Don Abelardo Domínguez.

Eugenio Domínguez llego finalmente a su pueblo, se tardo un poco pues el sol lo había rebasado mil trescientas veces. Pero a Eugenio Domínguez no le importo, tampoco a Don Abelardo Domínguez ni mucho menos a Ana, quien fue la primera en verlo llegar al pueblo.

– Caramba, ¿entonces el mundo no tiene fin?
– Creo que no, pero note que el sol es muy rápido.
– Dicen que en la capital se comenta que el sol no se mueve, que es el mundo el que gira alrededor de el.
– Tonterías, si así fuese estaría temblando todo el tiempo.
– Es lo que yo pienso.